Exposición “Sonido interior”
Lugar Colegio Nuestra Señora de Lourdes Valladolid
Del 15 de Noviembre al 4 de Diciembre 2013
Horario: Lunes a Viernes de 17:30 a 20:00 h
Sábados y Domingos de 12:30 a 14:00 h
Prologo exposición
“Sonido interior o la expresión del arte”
Este título obedece a la búsqueda interior de un más allá desconocido que se intuye que está dentro y fuera de mí y que trato de hacerlo posible mediante el lenguaje que tengo a mi alcance. Es aquello que palpita en nuestro interior y no sabemos que es y en un momento determinado lo sacamos a la luz, no porque lo pretendamos, sino porque surge como una necesidad vital. En realidad es un movimiento interior que necesita ver la luz.
Se trata pues de la búsqueda y el encuentro del eterno sonido y de esa pasión divina que me persiguió siempre y se apoderó de mí tratando de expresar aquello que tengo dentro, mediante la línea, el color, la palabra o con otros medios que tenga a mi alcance. No es otra cosa que un canto que entono más allá de mí mismo, que se encamina a lo oculto y habita en lo sublime. Está anclado en mi alma más allá de la noche, y en los fondos más hondos esconde su armonía. Busco el primer sonido en un tiempo sin tiempo más allá de la historia y que fue pronunciado en eterno silencio haciéndose palabra, susurro, fuerte viento, huracán desbordado, brisa suave y nota acompasada o color y armonía, que gira y gira, dando lugar al ritmo, al sonido y a la infinita música que nació en el acorde que definiendo el espíritu de la gran sinfonía que se extiende por todo el universo, y llegando su canto al interior del hombre le insufla el espíritu para expresar la vida con aquella palabra que canta en lo profundo y crea desde dentro. Es tan grande este Canto que excede al pensamiento y lo trasciende todo. Este eterno sonido, indescifrable siempre, se extiende más allá del espacio y del tiempo, en aquel infinito primero de la nada, donde nació la vida y el movimiento íntimo. Sino es así que lo traduzca el alma, del lector, de la forma que quiera.
Aquel que encuentra, percibe o intuye el ritmo del eterno sonido y percibe su tono e infinito compás, comienza sin saber cómo se mece el alma en su eterna armonía, y cómo engendra el gesto, el ritmo y la palabra, y cómo los sentidos están todos abiertos y todos se unifican, traspasando los límites de aquello que es razón, inundando otras vías más hondas y profundas que nos llevan a un Cosmos de infinita hermosura. Son las cumbres más altas, elevadas y ocultas más allá del silencio.
“El sonido interior” manifiesta sus ritmos y sus alas ocultas, y se hace movimiento y engendra la obra de arte, que es como un canto de todo el universo o de nuestro universo, de un fondo intransitable.
Pero, ¿cómo encontré este sonido, este ritmo, esta línea, este color y su belleza íntima o ese tono imposible que habita en mis adentros?
Fue un día de luz en una tarde clara, o fueron tantos días que ya son incontables. Contemplaba los campos y el color de mi valle. Intuía que algo volaba sobre mí e invadía mi alma. Descubrí que era el tono o ese golpe de gracia que habita en lo profundo más allá de mi ser y aquello que percibo. Y fue en aquel instante que me encontré la luz y, por primera vez, apareció el color y su gran sinfonía, que no sé dónde llega ni quien la escuchará.
Mi sonido interior, hecho naturaleza, nació en estos campos llenos de soledad, en mis grandes montañas y el color de mi valle, y en todo mi universo de luces y de estrellas. Después de haber leído, estudiado, sentido, contemplado y soñado, olvidado y luchado creí sacar del fondo lo más bello del alma.
El sonido profundo de la naturaleza no nace en un instante ni en un día ni un año, es sedimento oculto en campos de memoria.
Desde mi edad primera aprendí a ver mi tierra y a sentir su armonía. Quizás comencé pronto a ser su observador, y ya a los nueve años escribí estas palabras: Mi ventana da al campo, campo mío.
Son palabras concretas y palabras abstractas que guardan el sentir de mis primeros años. Nacieron como flores de mi primer aliento.
Algo me susurraba en la acuciante espera.
¿Acaso mi lenguaje?
¿O fue el primer sonido de mi gran sinfonía?
¿O el alma del color que la fui haciendo mía?
Esta visión distinta de esa gran sinfonía apareció en mis primeros sueños. Tenían la frescura de todo lo que nace. Fue como una explosión para decirlo todo.
Comencé a pintar sin saber qué era aquello, pues no sabía nada del color ni la forma. Gritaba en el color sin saber qué quería. Me enardecían las formas y todos los colores, los rojos, los azules, los grises y los malvas, los verdes y amarillos, los blancos y los negros. Eran todos reales o nacían en el alma.
Sentía que la luz invadía mi ser. Así me convertí en un contemplador del día y de la noche. La viví y percibí en mi querido valle, en mi ciudad del alma y en el Gredos altivo donde pude gozar de la luz de la altura y de su soledad. Fue allí donde nació, en mi profundo centro, la fuerza de la luz, ante su inmensidad y en sus cielos azules, luminosos, sutiles y sublimes. Y más aún, sentí la noche oscura en la laguna grande y en sus profundas aguas que espejeaban sombras de negritud total y contemplé la infinitud del universo en su jardín de estrellas.
Desde entonces la naturaleza trascendió mi sueño y mis abismos y se fue adueñando de mi espíritu y comenzó ese proceso de contemplación que aún no ha terminado y solo terminará con el vuelo inmaterial de mi espíritu a otras coordenadas del eterno silencio y eternidad perenne.
Pero he de volver a esta naturaleza que me sedujo siempre. Ya a los doce años traté de decir algo, a los quince comencé a leer a Teresa de Ávila y a Juan de la Cruz y me sedujo la forma de trascender esta naturaleza y de ver más allá.
Si en algo soy deudor es que me abrieron los ojos y descubrí su aliento y penetré en su esencia que tanto amé y sufrí desde niño. No sé si me enseñaron su ritmo y su sonido.
Ahora, camino en otra realidad que lo trasciende todo. Contemplo la sublimidad de sus montañas, el olor y el color de sus valles, el etéreo sonido y el ritmo de sus aires y aguas. Sueño en sus noches turbulentas o en sus noches de sosiego y de calma, esperando la luz de un alba nuevo, sintiendo el silencio y el ritmo de la música o de la soledad tan llena de armonía.
En la búsqueda del eterno sonido me encontré en un vaivén que me llevaba de lo tangible a lo intangible, de lo concreto a lo abstracto, de lo visible a lo invisible y traté de expresarlo.
La naturaleza fue y es mi aspiración y mi respiración, y me introduzco en ella para expresar aquello que late en mis adentros. No trato de volar sino de caminar y expresar en color
Un día descubrí que el “sonido interior” siempre perteneció a las razones del corazón que son indescifrables porque no son razones que ofrece la razón. Cuando llegan a ti no las notas ni sientes. Se posan en su vuelo en el fondo del alma. Y, desde ese momento, comienzan a ser otras, con otra dimensión y con otra mirada. Brotan de un manantial de no se sabe dónde y fluyen como el agua de fuentes cristalinas.
Cuando esto sucede expresas lo profundo y aparece a la luz en la obra de arte.
Díaz-Castilla
DÍAZ-CASTILLA O EL RITMO DE LA CREACIÓN
A Ignacio Zuloaga, cuando llegó a Castilla en 1898 para trabajar en el taller segoviano de su tío Daniel, le sucedió lo mismo que a Miguel de Unamuno, que se había instalado unos años antes en Salamanca: al contacto directo con las alturas de la Meseta su pintura, al igual que el pensamiento de su paisano, encontró una dimensión desconocida y cambió radicalmente de rumbo. La fuerza transformadora del ambiente y el paisaje de un determinado entorno en la obra de pintores, escritores y artistas ha sido una constante en todas las épocas. Por eso no es de extrañar que, después de pasar unos años en Ávila, el reencuentro de Luciano Díaz-Castilla (El Soto de Piedrahita, Ávila, 1940) con el paisaje de su niñez, con ese territorio mítico, sagrado, perdido en la esencia de su propio tiempo que es el Valle del Corneja, llegara a revolucionar de tal manera su percepción del mundo que lo terminara convirtiendo en una referencia entre los pintores abulenses de su generación.
El Valle del Corneja, con prolongación natural hasta las cumbres de Gredos y con una mirada permanente a la ciudad de Ávila, es sin duda el espacio plástico y espiritual en el que hay que encuadrar la pintura de Luciano Díaz-Castilla, un artista poético cuyo proceso de creación está estrechamente vinculado a la luz, a los colores, a los sonidos, al ritmo de las estaciones en este entorno. Ni más ni menos que lo que sintieron sus antecesores más remotos, aquellos artistas celtas que levantaron, sobre el altar de la meseta, sus propios altares escultóricos, gráficos, misteriosos, al cielo abierto de la inspiración. El descubrimiento, o más bien deberíamos decir la revelación de todos los perfiles y facetas del Valle del Color, tanto en su impronta natural como en su paisaje humano, determina profundamente la ética y la estética de la pintura de Díaz-Castilla, un creador al que sería muy difícil comprender fuera de su territorio personal.
Así sucede con sus ritmos de la Naturaleza por los caminos del valle, o también frente a la rotunda presencia montañosa del macizo de Gredos, donde la luz se desborda, el viento escribe su propia partitura y los árboles, convertidos en mágicas pinceladas rojas o amarillas por el capricho del otoño, marcan líneas de ascendencia que transmiten la iluminación y el fulgor del alma del artista en su ejercicio de la contemplación del mundo. Árboles y retamas, piedras y humildes florecillas, pero también cabras –signo mayor del espíritu libertario del pintor-, vacas y caballos, en una permanente evocación de esas ferias de ganado que pueblan la memoria de Díaz-Castilla, y que en ocasiones pueden llegar a convertirse en cuadernos de la memoria o en los trazos de color de un sueño idílico: el sueño del hombre y los animales en plena armonía con su entorno natural.
Todo eso ocurre cuando el sol de Ávila llena de color y de dinamismo todo aquello que toca, porque en el ritmo del tiempo, como en el de la naturaleza, detrás del día viene la noche, que en el caso de Díaz-Castilla es siempre noche oscura del alma. Y sobre la alegría contagiosa de sus cuadros de luz viene también la duda, el miedo, la sospecha, la inquietante presencia de la sombras, cuando sus hombres solos meditan sobre la existencia al filo de la tarde, cuando las nubes trazan oscuros presagios sobre los pueblos abandonados… Sin la huella de la noche, sin su misterio profundo, sería también imposible comprender la hondura de la pintura de Luciano Díaz-Castilla. Una pintura que nace del ejercicio de vaciamiento espiritual de su autor, quien deja gozosamente el corazón limpio de todo prejuicio artístico o cultural para inmediatamente después llenarlo de todas esas sensaciones plásticas que deja plasmadas en sus cuadros, y que el espectador percibe siempre a flor de piel.
Mucho tiene que ver en esta visión misteriosa, desasosegante, del hombre y su espíritu, del hombre y su destino, la estrecha vinculación vital, metafísica y sentimental con la ciudad de Ávila. Con su muralla, que penetra como un sueño de piedra en la espiritualidad del pintor, pero también con su eco permanente de la mística de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz, una sed de trascendencia que se hace pintura, matérica y vacía a la vez, silenciosa y en grito al mismo tiempo, en sus impresionantes cristos, que surgen de las mismas tinieblas del alma para encontrar, acaso, la recompensa de una luz en otro mundo. Un hombre solo, colgado del vacío, asomado al abismo de su propia existencia, que tiene un peso en la obra de Luciano Díaz-Castilla sólo comparable al iluminado esplendor de sus cuadros sobre la Naturaleza.
Hombre y montaña. Vacío y plenitud. Alegría y desasosiego… El espíritu en permanente agitación, como se colige, se lee también en los numerosos escritos poético filosóficos del artista del Valle del Corneja, que busca todavía en la fuerza transformadora de la palabra un camino de expresión paralelo al que ha seguido con tanta intensidad en la pintura… Una obra singular, en todo caso, que a nadie deja indiferente.
Carlos Aganzo. Octubre de 2013.